Debajo de una luna amarilla de nicotina e hinchada de humo, caliente, extrañamente fija en unos ojos demasiado abiertos - necesitaran, probablemente, una buena ducha de colirio- se contonea una boca ansiosa e igonroante, de labios cortados y levemente ásperos, que arremete una y otra vez obstinados, en un oleaje intenso y furioso que va a estamparse contra la mía, tiembla todo el cuerpo de Icíar y rueda su cabeza de un lado a otro de la almohada, y uno de sus brazos me rodea , y se aferra a mi nuca; me la muerda, me la masajea. Su boca sedienta y abrasada busca con nuevos envites la mía. Susurros ahogados, entre humanos y animales o como el viento en esas noches sin luna que bufa como un gato negro encelado y furioso.A Beatriz Gimeno, por arrancarme la culpa y recordarme quien soy.
La mujer almohada se desviste . Va dejando ver sus pezones negros como la tierra volcánica. Y el mirar se torna más y más fijo, y paulatinamente más ausente, más vacío sin aire y aumenta el temblor en nuestros cuerpos; las erupciones ya son evidentes en nuestras telas. El sonido, parece mineral o quizá marino y brotan palabras incoherentes que descansan en orejas. Este restregar, este golpear y morder con sus dientes, con sus uñas, con sus labios. Huele la habitación a una mezcla de algas marinas, vino, tabaco...Suenan las alertas rojas de la nave de mis subterráneos personales. Me invade desde las ramas hasta la raíz, entre hojas rojas y carnosas y flores rosadas empapadas de savia marina. Mis manos se hunden en ella como en una ciénaga sin fondos con sabor a fruta tropical.
Sus blancas zarpas me han soltado ya, porque sabe muy bien que no podré escapar de estas arenas finísimas que me devoran y me queman, no tengo ni la más mínima posibilidad de levantarme, de decir una frase absurda, vacía de sentido y salir de la habitación encendiendo un cigarrillo. Sus piernas de enredadera continuan escalando por las mías y unas rosas rojas, sin aliento, pero con la humedad de una terma romana, nacen entre nuestras piernas.Su monte lleno de musgo de los Urales busca el colmado naufragio contra el desierto inundado que se halla entre mis piernas.
Y yo sé, que aunque sus zarpas, sus piernas de enredadera, sus pechos volcánicos, su pelo de medusa, me soltaran ahora mismo, yo no me levantaría de su lado.
A el Pozo de la Soledad, de Radclyffe Hall. Por una vez en mi vida, durante algunos segundos, fuí feliz por completo, y no me sentí sola.
A Esther Tusquets, por el lenguaje común que brota en mi cabeza y soy incapaz de vomitar en un papel, o en unas nalgas.
Y a Icíar, siempre a Icíar.
Este micro-micro-relato, no existiría sin vuestras existencias y experiencias. Si se cierra el libro, el ser sin ser, el rechazo y agachar la cabeza, como algunos perros.
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